La palabra sostenible

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La importancia de la lengua en la política energética se coló hace unas semanas en un panel que reunió a las cuatro principales empresas del sector y que organizaba McKinsey. Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, dijo lo siguiente: «Nos hemos acostumbrado a hablar de sostenibilidad como si fuera el objetivo. Pero el objetivo no es ser sostenible; el objetivo es el desarrollo sostenible. Sostenible es un adjetivo, no un sustantivo».

La transformación de un calificativo en un nombre va más allá de un cambio de categoría gramatical y se adentra en cuestiones ontológicas. Los sustantivos hablan de la esencia de cosas y las personas, apelan a la sustancia, a la existencia misma. Ser sostenible se ha convertido en los últimos años en Europa en una seña de identidad, en un fin y no en un medio para desarrollar una comunidad de prosperidad y de valores.

Francisco Reynés, presidente de Naturgy, comentaba lo siguiente: «Entre 2000 y 2024 el consumo de electricidad en el mundo se ha multiplicado por 1,6; mientras que en Europa se ha reducido un 0,8. En el mismo periodo, el consumo de gas aumentó en el mundo 1,8 veces, y en Europa se contrajo 0,6. Hoy Europa representa el 5% de las emisiones globales. Estos datos demuestran una realidad clara: Europa se ha desindustrializado. Hemos reducido el consumo y las emisiones, sí, pero también hemos reducido la producción, el empleo y la competitividad».

Uniendo las dos intervenciones y sin abandonar la ciencia del lenguaje se puede concluir que el cambalache semántico entre el sustantivo y el adjetivo «sostenible» ha desembocado en un neologismo: el decrecimiento. Éste es el objetivo de una corriente ideológica que aboga por el regreso a la bucólica vida campestre, pero en su anverso lleva aparejados el retroceso de la economía, la desindustrialización, la caída de rentas, el desempleo y, con todo ello, la financiación del estado de bienestar, tenga éste el tamaño que quiera. Políticamente, su sinónimo más aproximado se denomina populismo.

Europa ha perdido en los últimos años la mayoría de sus industrias intensivas de energía en favor de Turquía, India, aunque sobre todo de China, que emite más gases contaminantes que la UE y Estados Unidos juntos. Las ayudas de estado y su hegemonía sobre la cadena de suministros que alimenta las infraestructuras de energía renovable permite a a Pekín marcar el ritmo de una transición que, paradojas del lenguaje, puede convertirse en socialmente insostenible para los demás.

 Actualidad Económica // elmundo

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