La población del sur sigue encontrando decenas de cuerpos entre los escombros, muchos de los cuales ni siquiera han sido identificados. Leer La población del sur sigue encontrando decenas de cuerpos entre los escombros, muchos de los cuales ni siquiera han sido identificados. Leer
Los equipos de rescate colocaban los cuerpos metidos en bolsa de plástico blancas uno sobre otro. Al cabo de media hora, el camión se encontraba abarrotado. Desbordados por la avalancha de despojos humanos, los responsables de Tibnin habían tenido que recurrir al primer transporte que encontraron. «Pollos frescos», se leía en un costado del vehículo.
El director del hospital local, Mohamed Hamadi, explicó que han recuperado 150 fallecidos en las últimas dos jornadas. «Sólo en las poblaciones de los alrededores de Tibnin. Los están sacando debajo de los escombros. Y hay muchos más», indicó. «Este último envío era de gente cuya identidad desconocemos. Van a Beirut para que les hagan pruebas de ADN», agregó.
A su lado, el alcalde de la población, Nabil Fawaz, intentaba asimilar la destrucción que rodeaba el centro sanitario. Al igual que en todo el sur del país, Tibnin, ha sido golpeado en repetidas ocasiones por la aviación israelí. «Es un desastre. Necesito varios días para asimilar esta catástrofe», indicó.
El rescate de fallecidos que quedaron tirados entre las ruinas de las poblaciones del sur del país amenaza con incrementar de forma significativa el trágico balance provisional de la guerra en Líbano, que ya se acerca a los 4.000 muertos y supera los 16.000 heridos.
El Ministerio de Salud libanés admitió el jueves que «está realizando una revisión exhaustiva» de los datos que manejaba hasta la entrada del alto el fuego para incluir los fallecidos que están siendo hallados.
Las tareas de desescombro se han generalizado en toda la región limítrofe con Israel -salvo en la franja que han ocupado los militares de Tel Aviv- gracias a la iniciativa personal de sus habitantes, que han movilizado decenas de excavadoras, una imagen recurrente ahora en esas poblaciones.
«Todavía hay mucha gente desaparecida y todos creemos que están debajo de las piedras», explicaba el viernes en Beint Jbeil, Assad Hamoud, un vecino de la localidad.
La precariedad del presente alto el fuego quedó una vez más de manifiesto cuando por la mañana, dos personas fueron heridas justo a metros del hospital principal de la villa por disparos procedentes de las posiciones que mantienen los israelíes en el villorrio adyacente de Maroun al Ras.
Hizbulá ha vuelto a acusar a los militares israelíes de aprovechar el cese de combates para avanzar en poblaciones que no había conseguido capturar como Jiam y Merkaba.
El ejército libanés todavía no se ha desplegado en el interior de Beint Jbeil, aunque ha instalado algunos controles en las afueras.
El centro sanitario de la localidad presenta serios daños ya que fue atacado en sendas ocasiones, en agosto y octubre pasado. Uno de los cohetes israelíes dejó un enorme agujero en el techo del segundo piso.
«Hirió a 10 enfermeros y empleados del hospital. Nos obligaron a huir y cerrar el hospital. Tuvimos que sacar a los últimos 10 heridos en nuestros propios coches y salir a la carrera hacia Tibnin», manifiesta el director, Mohamed Suleiman.
Beint Jbeil fue escenario de una de las principales batallas de la guerra del 2006 y desde entonces se otorgó el apodo de «capital de la resistencia».
Quizás por ello, las fuerzas israelíes han machacado de forma sistemática toda la ciudad. Entre los edificios destruidos figura incluso el ayuntamiento.
«La mayoría de la gente que volvió el primer día se ha vuelto a marchar, incluida mi familia. No hay electricidad, ni agua, ni teléfono y los israelíes siguen disparando», indica Assad Hamoud, un taxista que revende bolsas de pan traídas desde Tiro (a unos 35 kilómetros) en el antiguo mercado de Beint Jbeil, que ahora está desierto.
Son muy pocos los coches que circulan entre las ruinas ante la psicosis que han desatado los repetidos tiroteos israelíes.
«Tratan de aterrorizar a los habitantes», agrega Mohamed Suleiman.
Grupos de voluntarios y residentes locales también escudriñaban las edificaciones demolidas en la cercana población de Qanaa. Algunos lo hacen con palas.
Aunque en el sur del Líbano, las tragedias asociadas a Israel son algo común, la atribulada historia de Qanaa se distingue entre los sucesos escabrosos que han marcado este territorio en las últimas décadas.
El gran monolito que se observa en una de las calles de la villa recuerda «la primera masacre» -así la denominan los habitantes- que ocurrió durante la guerra de 1996. El memorial cita unas palabras del presidente del parlamento Nabih Berri, que dijo: «Qanaa es un desastre para la comunidad musulmana, pero también una semilla para los patriotas».
Debajo del mensaje se leen los nombres de las 106 víctimas de aquel 18 de abril de 1996, cuando los israelíes bombardearon un emplazamiento de los cascos azules donde se habían refugiado cientos de civiles.
Los miembros de la familia Bulhus son legión. «Casi todos eran mujeres y niños», recuerda el alcalde de Qanaa, Mohamed Christ.
El infortunio se reprodujo en el conflicto del 2006. «La segunda masacre», dicen los locales. Entonces fueron asesinados otros 38 civiles.
«La historia de Israel es así. Se cuenta por masacres. Desde que se creó. ¿Se acuerda de Deir Yessin? (una aldea palestina donde las milicias judías asesinaron a un largo número de habitantes en abril de 1948). Ahora han cometido un genocidio en Gaza y han destruido el Líbano», precisa Christ, que camina por encima de los cristales de las ventanas de su vivienda, volados por las explosiones.
Como si se encontrara atrapada en un bucle histórico, Qanaa ha vuelto a sufrir un demoledor castigo a manos de la fuerza aérea de Tel Aviv. El centro de esta localidad de poco menos de 12.000 habitantes ha sido transformado en un batiburrillo de ladrillos, metal y despojos de toda clase. Decenas y decenas de viviendas.
Las excavadoras han abierto pasajes entre las ruinas por los que transitan algunos coches.
«Las que han sido reducidas a ruinas son más de 130. No hemos podido contar el resto, incluidas las que tienen daños graves y ya no son habitables», agrega Christ.
Hizbulá cuenta aquí con su propio cementerio. Un recinto que permite entender la magnitud del menoscabo que han sufrido combatiendo a los israelíes, aunque hayan conseguido frenar su avance.
Las tumbas de militantes caídos en las guerras anteriores se diferencian de las recientes en que están revestidas de mármol. Las nuevas todavía no son sino túmulos de tierra. Las precedentes -que se remontan en algunos casos a los años 90- rondan la decena. Las bajas de este último año superan la docena.
«Entre los creyentes, una parte murió y otra parte espera su turno. Y nunca cambiarán sus ideas», se lee en una de las inscripciones colocadas en el complejo, donde se prodigan las loas al martirio que siempre ha sido uno de los principios básicos de Hizbulá.
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