Economía desarmada

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A lo largo de la historia, la falta de coraje y de visión en el liderazgo han precipitado la caída de imperios y la ruina de naciones. Quien predica sin poseer la talla necesaria acaba evidenciando justamente aquello de lo que carece, ya sea elegancia en el vestir o piedad en la palabra. El panorama actual evoca memorias de épocas pasadas. Falta verdadero liderazgo y sobran centímetros de corbata, a veces reducida a símbolo superficial que no compensa la ausencia de ideas ni de estrategias efectivas.

La reciente decisión de Estados Unidos de suspender la ayuda militar a Ucrania encierra una amalgama de factores y ha sido un evento histórico en la peor de las acepciones, con altas dosis de humillación. En todo caso, también expone la dependencia que Europa ha forjado a lo largo de décadas, con una semidesnudez militar que demasiadas veces se ha tapado con la manta estadounidense. Pocas gratis.

Ante este escenario, la propuesta de movilizar 800.000 millones de euros en la defensa común europea, anunciada por Ursula von der Leyen, constituye un paso en la dirección correcta. No obstante, la eficacia de tal inversión dependerá de cómo se empleen esos recursos. Si se destinan a modernizar la industria tecnológica, impulsar la independencia energética y renovar el tejido productivo, el rearme podría convertirse en un motor de progreso. Es una oportunidad para la reindustrialización del continente, generando empleos de alta cualificación y fortaleciendo sectores estratégicos como la inteligencia artificial, la ciberseguridad y la robótica. Sin embargo, también plantea un reto fiscal: si el gasto se financia mediante un aumento del endeudamiento, sin un retorno claro en términos de crecimiento y productividad, el riesgo de una carga estructural sobre las finanzas públicas podría comprometer la estabilidad económica a medio plazo. Si estos fondos se dilapidan en proyectos ineficientes o se fragmentan en función de intereses nacionales contrapuestos, la apuesta por una defensa común se transformará en despilfarro.

La historia evidencia que el gasto en defensa ha impulsado avances tecnológicos que han trascendido el ámbito militar. La Segunda Guerra Mundial no solo trajo consigo la aviación a reacción y la optimización de la producción en cadena, también facilitó descubrimientos cruciales en medicina, como la penicilina. Durante la Guerra Fría, el desarrollo de los primeros sistemas computacionales avanzados y tecnologías de comunicación sentó las bases para la revolución digital. Sin embargo, no se puede obviar que el gasto militar desmesurado y la inversión en tecnologías obsoletas han, en ocasiones, sofocado la competitividad económica de algunas naciones, evidenciando que la eficacia en la defensa se mide no solo en la acumulación de armamento, sino en la capacidad de transformar estos recursos en ventajas estratégicas duraderas. La acumulación desmedida de armamento sin una visión estratégica coherente puede llevar a la paralización de sectores económicos clave, recordándonos que el éxito de una política de defensa no reside únicamente en los números, sino en la capacidad de convertir dichos recursos en ventajas competitivas a largo plazo.

La estrategia de defensa debe estar acompañada por una política industrial coherente, que garantice que la inversión en seguridad genere efectos multiplicadores sobre la productividad y la competitividad. A largo plazo, la clave será si Europa es capaz de utilizar este esfuerzo para posicionarse en la vanguardia tecnológica y reducir su dependencia económica y geopolítica. La inversión en defensa es una apuesta por la soberanía y el futuro económico del continente en un momento en el que Europa puede sentir, como un viejo continente que parece el anciano Rey Lear, que, al nacer, lloramos por haber venido a este gran teatro de locos… porque ahora está lleno de ellos.

* Francisco Rodríguez Fernández es Catedrático de Economía de la Universidad de Granada y economista sénior de Funcas

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