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Lo dicen los drones interceptados en los cielos polacos, o -en el corazón territorial- los aparatos no identificados que motivaron el cierre temporal del aeropuerto de Múnich-Franz Josef Strauss, tras múltiples avistamientos nocturnos. Y lo repican los ataques cibernéticos que se suceden contra infraestructuras fundamentales en toda Unión. Europa ha entrado en una era de no-paz, y la defensa se erige en prioridad. El jueves 16, la Comisión lanzó, como parte de su hoja de ruta sobre defensa europea, cuatro «iniciativas emblemáticas»: un muro antidrones, la vigilancia reforzada del flanco este, un escudo aéreo y un escudo espacial. Son pasos incipientes, pero reflejan lo ineludible de la reacción. La UE debe dotarse de los elementos habilitadores del lenguaje del poder con el fin de afianzar su peso en el escenario multilateral.
En el este del continente, se consolida una amenaza de destrucción que trasciende con mucho a Ucrania. Afecta al corazón del proyecto europeo y, por tanto, nos alcanza de lleno a todos, incluidos los españoles. Prepararse desde el hard power no implica ambición de dictar o dominar, sino aspiración firme a conservar unos principios y un modo de vida, para aportar en la configuración de la arquitectura internacional. La alternativa es resignarse a que el mundo se rija por los dictados unilaterales de hiperpoderosos señores en sus respectivas áreas de influencia, lo que nos situaría en posición de dependencia.
El sistema internacional ya no se sostiene en las reglas trazadas tras la Segunda Guerra Mundial. En este nuevo contexto, aunque el eurocentrismo venga excluido, la Unión tiene un papel relevante, junto a actores como Canadá, India, latinoamericanos y africanos que buscan igualmente un orden trabado en acuerdos. Conviene abandonar la inclinación a impartir lecciones y aceptar que el entramado institucional multilateral moldeado a nuestra imagen no regresará. Solo mediante la combinación de armas y normas podrá Europa seguir controlando su suerte. Solo así conseguirá mantener su contribución al andamiaje global.
El concepto de seguridad se ha metamorfoseado a fondo. En el siglo XXI, todo se «arma» (se weaponize): energía, infraestructuras, información, flujos migratorios, incluso IA. La frontera entre lo civil y lo militar se desdibuja, y el poder se mide tanto en megavatios como en misiles. Este entorno obliga a repensar nuestra defensa y a superar la dicotomía competencial nacional-europea. Necesitamos planteamientos comunes en ámbitos tradicionalmente divididos, porque la fórmula de los Tratados constitutivos -basada en procedimientos, declaraciones y cooperación-, enteramente supeditada a la voluntad de las capitales, no responde a la urgencia del momento. Lo que está en juego no es un capítulo adicional de la construcción comunitaria, sino la propia supervivencia del proyecto.
La Unión afronta una crisis existencial. Y es precisamente en materia de defensa donde puede y debe dar un estirón transformador. Como machacaba Jean Monnet, «Europa se forjará en las crisis y será la suma de las soluciones aportadas a esas crisis». Y está el tiempo. Se habla de una «Europa que despierta», pero ello no es suficiente. El reloj avanza y el margen para equiparse de capacidades reales se estrecha aceleradamente.
Durante décadas, los europeos delegamos nuestra seguridad a Estados Unidos. Esa garantía sustentó estabilidad y prosperidad. Sin embargo, actualmente el foco se desplaza hacia el Pacífico. Donald Trump -que lleva al paroxismo la doctrina Monroe, «América para los americanos» (yanquis)-, relega la UE a rol de comparsa. El continente depende ahora de una protección ya incierta, mientras el mundo se rearma y Rusia prosigue su ofensiva.
Esa subordinación tiene consecuencias concretas. La interoperabilidad dentro de la OTAN no es europea, sino que cada país adapta sus sistemas a los estándares estadounidenses. Consiente trabajar con Estados Unidos, pero desde la subordinación. Ejemplos como la brigada multinacional desplegada en Letonia, bajo mando canadiense, con extraordinaria participación de España, prueban que es factible alcanzar la plena adaptación sin el Amigo Americano, y dan cuenta del esfuerzo para lograrla. La UE no carece sólo de músculo; necesita inteligencia estratégica, cohesión y consistencia.
El desafío no es únicamente técnico; es político. Por una parte, toca revaluar y potenciar la relación con otros socios OTAN: Noruega, Reino Unido, y, en particular, Canadá. Asimismo, incorporar a los Estados miembros que profesan neutralidad -como Irlanda, Austria o Malta-. En un mundo de guerras híbridas y ciberataques, este posicionamiento formal resulta anacrónico. A ello se añade el requisito de habilitación normativa que permita actuar conjuntamente, y de una cultura compartida encaminada a superar quiebras históricas y geográficas. No habrá defensa europea sin confianza mutua ni sin vencer la fragmentación que hoy nos lastra.
La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen -quizá influya su pasado al frente del Ministerio de Defensa alemán- ha demostrado una percepción especialmente aguda de la trascendencia de las circunstancias. Sabe mejor que nadie que en tiempos de crisis las competencias se amplían por necesidad; se ganan sobre el terreno. Como en la pandemia, cuando la Comisión se arrogó la compra y gestión de vacunas sin base jurídica clara, ahora se alza en promotora de una política de defensa común, pese a que los Tratados reservan esa materia a los Estados. Iniciativas como ReArm Europe Plan (rebautizado piadosamente Readiness 2030 por susceptibilidades de España e Italia) abren una senda pragmática: estimular la manufactura militar, racionalizar la actual multiplicidad de empresas e impulsar la financiación con horizonte 2030. Todavía incompletas, marcan ambición y evidencian el surgimiento de un liderazgo decidido.
La Unión ha de articular una verdadera base industrial armamentística -producción coordinada e innovación tecnológica (que supondrá empleos de calidad)-. Con ello, no solo apuntalará su autonomía estratégica, sino igualmente su vertebración interna. La defensa puede y debe convertirse en incubadora de una remozada gobernanza comunitaria: más integrada desde su diseño con las capitales, más flexible, menos burocrática, desarrollando procedimientos más rápidos. Una Europa capaz de protegerse, de obrar en su vecindad cuando se estime imprescindible, y de contribuir a un nuevo equilibrio global.
El reto es inmenso, pero también lo es la responsabilidad. Europa nació de la guerra, se consolidó en la paz y hoy debe aprender a desenvolverse en tiempos de no-paz, sin renunciar a sus principios. Su destino no depende solo de las amenazas que la rodean, sino de su determinación para asumir el papel que la coyuntura histórica reclama: garantizar la seguridad sin abdicar de la libertad.
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