Errejón como moraleja

Diez años han pasado desde aquel asalto a los cielos que no llegó ni a despegar. En 2014, Podemos llegó con una mezcla de mesianismo y campechanía muy equilibrada. Sus discursos estaban llenos de jerga politológica y mala poesía revolucionaria, pero sus diputados dejaban los abrigos en el respaldo de los escaños porque desconocían el guardarropa. Ha llegado la gente al Parlamento, decían, y la gente se hace cargo de su propio abrigo. La gente tampoco quería coches oficiales, ni sueldazos, ni carreras políticas profesionales. Esos eran vicios de la casta a los que fueron acostumbrándose con la misma naturalidad con la que sus organizaciones asamblearias se volvieron cesaristas.

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 Al margen del recorrido penal que pueda tener el caso, el derrumbamiento es moral, porque moral fue siempre su bandera  

Columna

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Al margen del recorrido penal que pueda tener el caso, el derrumbamiento es moral, porque moral fue siempre su bandera

Errejón, el 26 de septiembre en un pleno del Congreso.A. Pérez Meca (Europa Press)

Diez años han pasado desde aquel asalto a los cielos que no llegó ni a despegar. En 2014, Podemos llegó con una mezcla de mesianismo y campechanía muy equilibrada. Sus discursos estaban llenos de jerga politológica y mala poesía revolucionaria, pero sus diputados dejaban los abrigos en el respaldo de los escaños porque desconocían el guardarropa. Ha llegado la gente al Parlamento, decían, y la gente se hace cargo de su propio abrigo. La gente tampoco quería coches oficiales, ni sueldazos, ni carreras políticas profesionales. Esos eran vicios de la casta a los que fueron acostumbrándose con la misma naturalidad con la que sus organizaciones asamblearias se volvieron cesaristas.

Se me atragantó siempre la cursilería, pero al principio me convenció la informalidad. Cuando vi a tanto rancio cabreado por los pelos, las pintas y los modales de los nuevos diputados, estos me cayeron simpatiquísimos, y sentí que aireaban las moquetas de una democracia que hedía a moho por muchos rincones.

Una década después, la caída del último de aquellos ídolos —instalado en la casta, inmerso en los usos y costumbres noctívagas de la élite cortesana, abrazando los vicios morales que vino a liquidar— subraya el final catastrófico de la aventura. Al margen del recorrido penal que pueda tener el caso, el derrumbamiento es moral, porque moral fue siempre su bandera. Íñigo Errejón es el símbolo de un fracaso mayúsculo: quisieron reformar la sociedad, pero no fueron capaces ni de reformarse a sí mismos.

El hundimiento va mucho más allá de una contradicción mal cabalgada. De los últimos 10 años, la izquierda adanista ha cogobernado la mitad, sin contar su amplio poder autonómico y municipal (ya desaparecido). En ese tiempo, la mayoría de los males que venían a sanar, a sajar o a paliar siguen igual o peor. Vivimos en un país más desigual, con una juventud más empobrecida y sin vivienda y con un Estado social más débil en lo más sensible, como la sanidad o la educación. La reforma laboral fue un chiste que mantuvo lo esencial de la del PP. Los avances en derechos civiles han estado acompañados de ruido y chapuzas que los han malogrado en parte y muchos movimientos sociales se han evaporado (¿alguien se acuerda de Stop Desahucios o de las mareas?). Como consecuencia, el espacio a la izquierda del PSOE, que representa a una parte importante de la población española, se ha quedado yermo y devastado sin apenas intervención de sus enemigos: complacidos y asombrados, estos han visto cómo los propios dirigentes de las sucesivas organizaciones lo arrasaban. El caso Errejón es tan solo la moraleja de una fábula tristísima.

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Sobre la firma

Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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