Se sabe que Einstein, durante los últimos años de su vida, anduvo intentando desarrollar una teoría del todo, un esfuerzo intelectual donde el mundo macroscópico y el mundo microscópico formasen una misma unidad, dando a conocer con una simple fórmula —parafraseando a Simon Laplace— “el movimiento de los grandes cuerpos del universo y del átomo más ligero”.
En el nuevo libro de Jorge Volpi se cuestiona la realidad desde la base científica, asumiendo que la realidad es parte de la imaginación literaria. Un juego de espejos de cuya lectura nadie sale indemne
Se sabe que Einstein, durante los últimos años de su vida, anduvo intentando desarrollar una teoría del todo, un esfuerzo intelectual donde el mundo macroscópico y el mundo microscópico formasen una misma unidad, dando a conocer con una simple fórmula —parafraseando a Simon Laplace— “el movimiento de los grandes cuerpos del universo y del átomo más ligero”.
Con estos principios, el mexicano Jorge Volpi ha dado a la imprenta un trabajo colosal de base científica, un libro con algo más de 700 páginas donde realiza una autopsia de nuestro aparato imaginario, sin olvidar que los animales también poseen formas de imaginación comparables a las nuestras. Desde el primer capítulo, desde el arranque de La invención de todas las cosas (Alfaguara), Volpi nos proyecta a un sueño que se produce dentro de otro sueño (Borges), un sueño donde el escarabajo kafkiano nos va a conducir hasta el preciso instante en que toda la masa y toda la energía del universo se concentran en la punta de un alfiler. Desde entonces hasta hoy, la ficción ha interpretado el comportamiento del universo. Acerca de esto y atendiendo al libro de Volpi, podemos explicarnos a nosotros mismos con ayuda de tres momentos.
Volviendo a Einstein y a la equivalencia entre masa y energía, el primer momento ocurre cuando nos encontramos con una metáfora reducida a ecuación. Está pensada de forma visual y, con ella, vamos a convertir las ideas en imágenes y viceversa, jugando así con la plasticidad neuronal y con la poesía interior que alberga nuestro subconsciente. El mito, relato racional expresado mediante símbolos, se convierte así en un número dispuesto a servir para contar cabras, como sucedió hacia finales del cuarto milenio antes de nuestra era en las ciudades sumerias. Las anotaciones de transacciones comerciales van a dar lugar, con el tiempo, a fijar la literatura. Por esto mismo, el desarrollo de una fórmula matemática siempre dará una ficción como resultado.
Porque el lenguaje científico es imaginación, pero dentro de un orden; unas reglas de juego a las que jugó Heisenberg en el verano de 1925 cuando detalló el comportamiento de las partículas subatómicas, sentando así las bases de la mecánica cuántica. El principio de incertidumbre viene a decir que cuanto más nos acerquemos a determinar la posición de una partícula, menos conocemos su movimiento y, por tanto, su masa y velocidad. A partir de ese instante, sabemos que el observador influye en la realidad que está observando, de tal manera, que la realidad puede dejar de existir cuando no es observada. Un año después, Schrödinger reformula la ficción de Heisenberg, abriendo nuevos caminos que alcanzan los universos paralelos. Los futuros posibles, las “ficciones entreveradas” como las denomina Volpi, se encuentran dentro de una caja junto a un gato.
Con estas cosas, llegamos al tercer momento, cuando Volpi nos viene a aclarar que la física no describe el mundo, en todo caso, la física describe nuestra idea del mundo; la imaginación es la herramienta fundamental con la que la ciencia va a adaptar la realidad del mundo a nuestro entendimiento. Sin ella, sin la imaginación, no existiríamos y, de existir, seríamos como mariposas que se sueñan humanas y en cuyo vuelo alcanzan el rayo de luz que alumbra la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos. El mismo rayo de luz al que un buen día intentó subir Einstein.
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