Historia de dos Papas, historia de dos épocas

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El teléfono sonó y sonó. Era la mañana del sábado 2 de abril de 2005. La voz llegó clara y rotunda a Berlín desde la Redacción de Madrid: «Juan Pablo II se muere. Tienes que viajar a Polonia. Inmediatamente». La misión era fácil. Sólo había que meter el ordenador en su funda, precipitarse a las calmadas calles de la capital alemana y poner rumbo en un taxi a Schönefeld, el que fuera el principal aeropuerto de la extinta RDA y cuyos vuelos seguían dirigiéndose al Este de Europa, a los países integrantes de la desaparecida URSS que en aquel momento ni siquiera formaban parte aún de la UE.

Lágrimas, flores y velas inundaban el atardecer de Cracovia, la ciudad donde Karol Jozef Wojtyla dio su primera misa, el Día de los Difuntos de 1946, en la catedral de la colina de Wawel. En ese mismo rincón, decenas de ciudadanos vagaban como almas en pena o rezaban arrodillados sobre el frío pavimento. «Nunca pensé que llegaría el día en que tendríamos que decir do widzenia (adiós) al Papa», decía Katarzyna, cantante de ópera, lamentándose como una Madame Butterfly. «Juan Pablo II ha sido el mejor regalo que ha tenido Polonia. Sin él, el comunismo no habría caído. Eso lo tenemos bien claro los polacos».

«Es cierto. Sin Karol Wojtyla, estaríamos todavía bajo el Telón de Acero», se sumaba a la conversación Rafael Romanovski, por aquel entonces un jovencísimo periodista polaco, que refrendaba el sentimiento de veneración nacional hacia quien consideraban el inspirador de la revolución pacífica que acabó con el comunismo.

Al día siguiente, las portadas de los periódicos internacionales confirmaban la percepción polaca. «Muere Juan Pablo II, el Papa que cambió la historia del siglo XX», titulaba, sin ir más lejos, este diario a toda página. Y en verdad, a sus 84 años, Karol Wojtyla pasaba a ser recordado como el Pontífice azote del comunismo, cuya influencia contribuyó de manera decisiva al desmoronamiento de los regímenes de la esfera soviética.

Veinte años después, la realidad es bien distinta. El mismo continente que en la primavera de 2005 enterraba a un Papa, bajo una atmósfera de paz tras la reciente caída del Muro de Berlín y el fin de la división de Europa, ruega ahora por la salud de otro Pontífice envuelto en un clima prebélico y con la amenaza de nuevo procedente de Moscú.

¡Ay si Karol Wojtyla levantara la cabeza! Desde su Polonia natal, su querido Lech Walesa -quien en los años ochenta machacara a la hoz y el martillo desde los astilleros de Gdansk con el sindicato Solidaridad- escribía esta semana una dura carta al presidente de Estados Unidos, país soporte y gran aliado de la Europa de la libertad y de la igualdad que acaba de saltar al otro lado del Muro bajo la Administración Trump.

La misiva de Walesa estaba firmada por él mismo junto a otros 38 ex activistas por la democracia que fueron encarcelados por el régimen comunista polaco apoyado por Moscú. En ella, denunciaban el (mal)trato recibido por el líder ucraniano, Volodimir Zelenski, en la mismísima Casa Blanca por parte de Trump y sus acólitos: «Nos aterrorizó la atmósfera en el Despacho Oval y la conversación nos recordó a los interrogatorios de la policía política y los tribunales comunistas. Ellos también nos hablaron de cartas en las manos, de que detuviéramos nuestra actividad porque miles de inocentes sufrían por nuestra culpa, y nos privaron de la libertad y de los derechos civiles porque no aceptamos cooperar con ellos y no les mostramos gratitud. Estamos sorprendidos de que se tratara a Zelenski de manera similar».

El aliento luchador prodemocracia de Gdansk de finales del siglo XX convive estos días de idus de marzo con el ambiente espiritual de la Cracovia de inicios del XXI. La precaria salud del Papa Francisco, en plena convulsión planetaria, nos retrotrae al Papa polaco que colaboró en la construcción de un nuevo orden mundial (que ahora se resquebraja) y en el derrumbamiento del comunismo como un castillo de naipes. El presente y el futuro de Europa están, más que nunca, en juego.

Poco antes de morir, siendo consciente del poco tiempo que le quedaba, Juan Pablo II solía recordar que cuando era un niño leía una inscripción grabada en un reloj de Wadowice, su pueblo natal, a 50 kilómetros de Cracovia y a 30 de Oswiecim, donde se levanta el campo de concentración de Auschwitz. «El tiempo se va, la eternidad espera», decía el lema que al Papa le gustaba rememorar en voz alta.

Cuando Wojtyla fue llamado a la Casa del Padre y a su eternidad, el mundo contuvo el aliento a la espera de un nuevo Pontífice para un nuevo tiempo. La noticia vino, una vez más, con el timbre del teléfono: «No cojas el vuelo de regreso a Berlín, sino a Múnich». El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el bávaro Joseph Ratzinger, acababa de ser elegido Papa. Una fumata blanca había marcado el fin de una época; y ahora, cuando las miradas se vuelven a posar sobre la chimenea de la Capilla Sixtina, la pregunta es qué vuelco dará la Historia en estos tiempos tan inquietantes y turbulentos.

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