Kendrick Lamar y SZA: besos y arañazos de nuestro tiempo en un concierto colosal

Apenas mide un metro y sesenta y cinco centímetros. En dos horas y media de concierto no se cambia de vestuario, amplio, callejero y con cadenas. Su gesticulación es moderada, casi parca, distante del aspaviento, pero es un dominador, y su enjuta figura es un imán para las miradas, porque su voz, cambiante, dúctil, también agresiva, cálida en ocasiones, también veloz como una sarta de insultos empujada por la ira, convoca los espíritus de la música, del amor, de la autoafirmación, de las crisis personales, de los regustos del esclavismo. Se llama Kendrick Lamar y es uno de los artistas más influyentes del momento, el espíritu de una época, su enseña musical en clave de hip-hop, un estilo dominante. Y tiene la suficiente capacidad y visión como para entender que el concurso de una amiga, la cantante SZA, una sutil intérprete de rhythm and blues, lejos de restar protagonismo a su espectáculo lo amplifica en una colaboración en la que mundos concomitantes, el de sus estilos musicales, son capaces de iluminar un estadio y unos tiempos. Lo que ofrecieron en el Estadio Olímpico de Barcelona fue un majestuoso, deslumbrante y apabullante ejemplo de música contemporánea en un show excepcional.

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 La pareja de artistas anonadó con un espectáculo magnífico y unas interpretaciones sensacionales  

Apenas mide un metro y sesenta y cinco centímetros. En dos horas y media de concierto no se cambia de vestuario, amplio, callejero y con cadenas. Su gesticulación es moderada, casi parca, distante del aspaviento, pero es un dominador, y su enjuta figura es un imán para las miradas, porque su voz, cambiante, dúctil, también agresiva, cálida en ocasiones, también veloz como una sarta de insultos empujada por la ira, convoca los espíritus de la música, del amor, de la autoafirmación, de las crisis personales, de los regustos del esclavismo. Se llama Kendrick Lamar y es uno de los artistas más influyentes del momento, el espíritu de una época, su enseña musical en clave de hip-hop, un estilo dominante. Y tiene la suficiente capacidad y visión como para entender que el concurso de una amiga, la cantante SZA, una sutil intérprete de rhythm and blues, lejos de restar protagonismo a su espectáculo lo amplifica en una colaboración en la que mundos concomitantes, el de sus estilos musicales, son capaces de iluminar un estadio y unos tiempos. Lo que ofrecieron en el Estadio Olímpico de Barcelona fue un majestuoso, deslumbrante y apabullante ejemplo de música contemporánea en un show excepcional.

Todo estaba pensado, todo tenía un sentido, nada era porque sí. Ni los vestuarios del cuerpo de baile, ni la iluminación, ni la distribución de las dos horas y media de espectáculo en actos, nueve, ni acabar con dos baladas, Luther y Gloria, un concierto majestuoso en el que el ritmo cambiante fue alternándose entre ambos artistas, complementarios a todos los efectos. Porque Kendrick hace hip-hop, pero bajo los recitados palpita el rhythm and blues y, más allá, el soul, porque recita, pero también canta, porque SZA, que tiene una voz extraordinaria, es capaz de acariciar, Love Galore puede fundir los plomos de la sensibilidad, infiltrar guitarras rockeras como en F2F o tontear con el pop-funky para comer piruletas de Kiss Me More. Dos mitades encajando, pero no geométricamente, sino como ese espacio que baten las mareas y que ahora es agua para ser luego arena. Mundo de frontera, espacio fértil.

El show comenzó bajo la luz diurna, pero no perdió fuerza ni carácter por ello, tv off se encargó de encender las luces de la euforia de las 48.000 personas allí presentes. Y desde el minuto cero un sonido espléndido, con graves retumbantes que hacían temblar las estructuras más livianas del recinto junto a las voces de Kendrick y SZA sonando con absoluta nitidez. Los músicos ocultos, pero siempre sonido de banda en convivencia con refuerzos digitales que no diluían la sensación de sonido directo, crudo en ocasiones –DNA-, oscuro en otras –Like That-, sofisticado en la terna mágica del concierto con Bitch Don’t Kill My Vibe, Money Trees y un Poetic Justice en el que, única mácula sonora de la noche, no se oyó bien el delicado sampler de Janet Jackson.

Por su parte, SZA sonó igual de convincente, con una guitarra acústica abriendo Nobodys Gets Me y la calidez general de un repertorio típico de rhythm and blues, formado por baladas con pulsión rítmica nacidas para mecer. Pura sensualidad atenuando sin disolver el verbo y el ritmo de Kendrick, capaz de asaetear con rimas los arpegios de teclado de Reincarnated o de poner en danza, haciendo moshing, que es como ahora se llama al pogo, al público en m.A.A.d city. Le siguió Alright, una banda sonora del Black Live Matters, y aquello fue un glorioso sindiós.

Capítulo aparte merecen las pantallas y los visuales, más monocromáticos y callejeros con Kendrick y más coloristas y campestres con SZA. La incrustación de la imagen real de escena con la imagen previamente editada, los recursos y efectos empleados, la multiplicación de la misma imagen en una diferente distribución de las pantallas usada en Not Like Us para enfatizar en sentido coral de la crítica a la industria discográfica, la elegancia en la distribución de los colores y formas, el uso a destajo y durante todo el concierto de efectos pirotécnicos y llamaradas acompasados al ritmo, la utilización de plataformas elevadas para que, en otro de los momentos de la noche, las estrellas cantasen juntos pero separados en extremos opuestos de escena All The Stars, complementados por las linternas de los móviles, fueron muestra de una planificación milimétrica que realzaba las coreografías. Y todo ello sin que el concierto se antojase rígido o antinatural. Y todo ello con oscuridad solo a partir del cuarto acto, con SZA licuando al estadio con una balada como Blind, penumbra para una relación ya muerta.

Si a priori podían dar un poco de reparo, por posible empacho, dos horas y media de música entre dos artistas, la noche se pasó a la velocidad de las vacaciones. ¿Ya se acaba?, se podía pensar tras la segunda parte de tv off. Se acabó, sí, un poco más tarde, pero en la memoria queda el espectáculo más completo de los tres que Kendrick ha ofrecido en Barcelona, y el del Primavera del 23 no fue moco de pavo, complementado para mayor gloria de la música negra por una SZA que lejos de desmerecer la noche la abrió a otras texturas y ambientaciones con base en las baladas. Un concierto simplemente colosal, botón de muestra de la música contemporánea ejecutado por artistas en momentos álgidos de sus carreras. SZA acabó firmando lo que le tiraban al escenario, arrodillada, y junto a Kendrick desaparecieron en el interior del coche, un Buick GNX de 1987, que también abrió la noche y que representa aspiraciones, pasado y presente de un artista y de su música.

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