La biblioteca de Jefferson ofrece un buen mito fundacional para el asesoramiento científico a las políticas públicas. Tras el incendio del Capitolio por las tropas inglesas en 1814, Thomas Jefferson cedió al Congreso de Estados Unidos su biblioteca personal: más de 6.000 libros, cuidadosamente elegidos y clasificados, que ayudarían a los congresistas a tomar decisiones basadas en el mejor conocimiento de la época. Esta decisión marcó a la joven institución americana: fue el germen de la actual Biblioteca del Congreso, que cuenta con más de 50 millones de libros y 400.000 visitas al año.
Es el momento de repolitizar la cultura científica como un acto de resistencia democrática y exigir a la comunidad científica una dosis de activismo
La biblioteca de Jefferson ofrece un buen mito fundacional para el asesoramiento científico a las políticas públicas. Tras el incendio del Capitolio por las tropas inglesas en 1814, Thomas Jefferson cedió al Congreso de Estados Unidos su biblioteca personal: más de 6.000 libros, cuidadosamente elegidos y clasificados, que ayudarían a los congresistas a tomar decisiones basadas en el mejor conocimiento de la época. Esta decisión marcó a la joven institución americana: fue el germen de la actual Biblioteca del Congreso, que cuenta con más de 50 millones de libros y 400.000 visitas al año.
Hagamos un ejercicio de imaginación y proyectemos la influencia posterior de aquella biblioteca. Pensemos que explica una cultura pragmática y obsesionada ―al menos en sus élites y al menos hasta hace poco― por la evidencia y los facts&figures. Pensemos que hizo inevitable que Estados Unidos fuera el primer país en crear, en 1972, una oficina de asesoría científica parlamentaria, la Office of Technology Assessment. Y pensemos que esta inspiró a muchos países otros a crear instituciones semejantes: es el caso de Francia (1983), Reino Unido (1989), Alemania (1990) e incluso del Parlamento Europeo (1987). Pocos recuerdan que España pudo tener también la suya en los años 80, a propuesta de Miguel Ángel Quintanilla, presidente de una comisión mixta Congreso-Senado que fue clave para institucionalizar nuestra política científica. Pero todos sabemos que desde 2021 contamos, por fin, con apoyo de FECYT, con la Oficina de Ciencia y Tecnología del Congreso de los Diputados.
Cierto que la asesoría a los parlamentos es solo una cara de la moneda. El ejecutivo necesita, y con más urgencia, evidencias para tomar decisiones. También aquí hemos llegado más tarde que los países líderes, que cuentan con oficinas y redes de asesores científicos desde hace décadas. Pero a principios de 2024 se creó la Oficina Nacional de Asesoramiento Científico (ONAC) y, desde entonces, ha puesto en marcha iniciativas de calado: una red de científicos en los ministerios; una unidad de apoyo en el CSIC, con un propósito más amplio; y un programa para conectar asesoramiento científico e innovación pública, que financia proyectos en ámbitos concretos, desde la salud a las políticas sociales pasando por los retos urbanos
Adicionalmente, se acaba de crear el Grupo Permanente para el Asesoramiento Científico en la Gestión de Crisis, como parte del Sistema de Seguridad Nacional y mecanismo de respuesta a crisis como apagones, pandemias o riadas. Un hito relevante que invita a hacer balance. ¿Qué hemos conseguido? ¿Cuáles son los retos pendientes? Mi impresión es ambivalente, de éxito y de fragilidad.
De éxito porque en pocos años se ha configurado un sistema bastante completo, en el parlamento y el ejecutivo: nuevas estructuras administrativas; investigadores e investigadoras incorporadas a una función de asesoría institucional; y un programa de incentivos para despertar el interés en grupos de investigación y decisores públicos, que se acercan por primera vez a estas prácticas. Un sistema que ha contado además con el criterio de sociedades científicas y universidades, dotándolo de independencia y robustez.
Pero la impresión es también de fragilidad. Porque la institucionalización no es completa ni puede darse por cerrada. La oficina del Congreso es en realidad una estructura operada desde de la FECYT, y no desde las Cortes, fruto de un convenio entre ambas. Cierto que esta solución permitió dar una respuesta rápida a la iniciativa de Ciencia en el Parlamento y Fundación Cotec, y que consiguió el respaldo de la presidencia del Congreso ya en 2018. En este sentido, tiene a su favor haber sobrevivido dos legislaturas.
La ONAC, sin embargo, ha nacido en este mandato político y tiene aún que institucionalizarse a largo plazo. Su nacimiento en presidencia de Gobierno le ha dado visión transversal, más allá del Ministerio de Ciencia, y la ha dotado del poder necesario para un rápido despliegue. Pero este poder se puede tornar en debilidad en el momento de cambio de Gobierno, en el que las estructuras de presidencia son efímeras.
Para sobrevivir debe, paradójicamente, despolitizarse y repolitizarse a la vez. Debe despolitizarse para ser una iniciativa de Estado, digna de incorporarse ―como tantas otras en las últimas décadas― al patrimonio colectivo de la política de I+D+i nacida en 1986, con la primera Ley de la Ciencia. Y repolitizarse porque, en tiempos de posverdad y desinformación, la asesoría científica va camino de convertirse en un acto de resistencia democrática.
El asalto al Capitolio de Estado de Unidos, el 6 de enero de 2021, no es solo una precuela trágica del segundo gobierno Trump: es también un asalto a la biblioteca de Jefferson, un ataque a los valores ilustrados que conectan la evidencia con la acción política. El incidente no acabó en incendio, pero la biblioteca arde cada vez que la ideología aplasta el consenso científico, como en el reciente caso del comité asesor sobre vacunas.
El incendio no está además perimetrado en Estados Unidos: se extiende por el resto del mundo, incluyendo países que comparten los valores de la democracia liberal. Por eso, repolitizar la cultura científica es una responsabilidad colectiva: un acto de resistencia democrática que va a exigir a la comunidad científica, además de rigor académico, una buena dosis de activismo.
Diego Moñux Chércoles es socio fundador de Science & Innovation Link Office y miembro del Consejo Asesor de Ciencia, Tecnología e Innovación.
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