Existen todo tipo de besos. Los hay tiernos y apasionados. Pueden ser románticos o amistosos. Incluso furtivos y robados. Un beso es capaz de cambiar el rumbo de la historia. Pero a pesar de sus infinitos matices, un nuevo estudio publicado en Evolutionary Anthropology asegura que todos tienen el mismo origen: una práctica de acicalamiento en el que chimpancés y otros grandes simios revisan el pelaje de sus compañeros con los dedos y usan los labios para quitar la suciedad. Los humanos, propone la investigación, heredamos un vestigio de ese ritual.
Un estudio sugiere que el acto humano de besarse es un residuo del acicalamiento, en el que los grandes simios utilizan la succión de los labios para limpiar el pelaje de sus familiares y amigos
Existen todo tipo de besos. Los hay tiernos y apasionados. Pueden ser románticos o amistosos. Incluso furtivos y robados. Un beso es capaz de cambiar el rumbo de la historia. Pero a pesar de sus infinitos matices, un nuevo estudio publicado en Evolutionary Anthropology asegura que todos tienen el mismo origen: una práctica de acicalamiento en el que chimpancés y otros grandes simios revisan el pelaje de sus compañeros con los dedos y usan los labios para quitar la suciedad. Los humanos, propone la investigación, heredamos un vestigio de ese ritual.
Cómo el beso pasó de ser un gesto fraterno e higiénico entre primates a convertirse en uno de los mayores símbolos de comunión entre personas, es lo que viene estudiando desde hace un tiempo Adriano R. Lameira, psicólogo evolutivo de la Universidad de Warwick (Reino Unido) y autor del artículo. El laboratorio que dirige el investigador se encarga de rastrear los orígenes evolutivos de las prácticas o características humanas más particulares, desde la danza hasta la imaginación. El beso es una de ellas. “Si lo piensas, es una manera bastante rara de demostrar afecto. Juntamos nuestros labios y hacemos unos gestos de succión que son aleatorios e intuitivos”, explica.
Para entender la evolución precursora del beso contemporáneo, Lameira tuvo que sumergirse en esa madriguera de conejo que a veces puede ser la literatura científica. Buscaba una respuesta. Y no encontró una, sino varias. Algunas de las hipótesis que existen proponen que los labios evolucionaron para ser atractivos y que por eso nos besamos. Otra, que unir los labios es un mecanismo que encontraron algunos mamíferos para olerse de cerca y establecer cierta compatibilidad. También hay una teoría que establece el origen del beso en la premasticación. Es decir, los padres de un primate mastican la comida y luego la introducen en la boca de sus crías en un gesto similar al beso. Una última suposición sugiere que el beso es un reflejo de la lactancia. “Todas pueden ser válidas, pero a la mayoría les cuesta explicar la forma en que nos besamos, el contexto de su uso y su función”, detalla el investigador.
Las hipótesis se fueron desmontando una a una. La premasticación puede explicar la forma porque se sacan los labios hacia afuera, pero no hay succión, sino todo lo contrario. La lactancia sí funciona un poco mejor en términos de forma, pero habría que explicar por qué, como adultos, esta conducta se transmuta en una práctica a otras partes del cuerpo y deja de estar relacionada con la comida. La hipótesis del olfato cae porque un abrazo es más efectivo para olerse que darse un beso. “El único comportamiento en el repertorio de los grandes simios que cumple la misma forma, función y contexto que el beso moderno es el último paso del acicalamiento”, asegura Lameira. En esta práctica (también conocida como groomingen inglés) los primates revisan el pelaje de un compañero en búsqueda de parásitos, insectos u otras suciedades. Cuando la encuentran, el acicalador se acerca con los labios salientes y hace un movimiento de succión para atrapar el residuo que haya encontrado en el pelaje de su compañero. “De repente, me vi cara a cara con lo que probablemente representa la forma más antigua de besar”, sentencia el investigador.
A lo largo de los siglos, el ser humano fue evolucionando hasta perder el pelaje. El estudio sugiere que, durante ese tiempo, la función higiénica del acicalamiento se perdió y el ritual se condensó hasta convertirse en el beso tal y como lo conocemos hoy. “Ya no nos acicalamos, pero nos besamos como símbolo, como si lo hubiésemos hecho”, detalla Lameira.
Sheril Kirshenbaum, investigadora y autora del libro The Science of Kissing, apunta que “la hipótesis que plantea el nuevo estudio es interesante” y que podría sumarse al repertorio de conjeturas que ya existen, pero no es definitiva porque la práctica del beso ha tenido varios vaivenes a lo largo de la historia de la humanidad. Surgió y desapareció en todo el mundo en diversos momentos por una variedad de razones sociales, emocionales e incluso anatómicas. “Con los besos, la buena noticia es que no necesitamos elegir una sola explicación”, asegura. Además, no son un capital exclusivamente humano. Kirshenbaum subraya que “muchos otros animales muestran comportamientos similares al beso que no comenzaron con nosotros”.
La carga cultural
La pregunta que queda por responder es cuánto de esa reliquia primitiva que parece ser el acto de besarse, ha sido influida y modificada por el desarrollo cultural del ser humano. Kirshenbaum cree que la mejor respuesta, como suele suceder, podría encontrarse en un punto medio. “El beso es un ejemplo de un comportamiento donde la naturaleza y la cultura se complementan. Parece que tenemos un impulso instintivo de conectar de esta manera, pero la forma y la interpretación de un beso están determinadas por nuestra educación y experiencias”, dice. Lameira es más categórico: “El beso es acicalamiento con desarrollo cultural”.
Los primeros besos se registraron en Mesopotamia hace 4.500 años, según un trabajo publicado en Scienceen 2023. El estudio recoge escritos sumerios y acadios en los que se describe la práctica del beso con una doble función, como parte del acto sexual y una muestra de afecto entre familiares y amigos. Troels Pank Arbøll, profesor de la Universidad de Copenhague, experto en las antiguas civilizaciones de Oriente Próximo y autor de la investigación, matiza respecto a la investigación publicada este mes: “El autor intenta probar la credibilidad de la hipótesis expuesta, lo cual está bien en principio, aunque su inclusión y crítica de investigaciones previas o teorías alternativas parecen superficiales”. Para el científico danés, “resulta curioso que el artículo no tenga en cuenta investigaciones recientes y relevantes en antropología, que ofrecen perspectivas alternativas”. Una de ellas es la publicada en 2015 en American Anthropologist, que apunta que no existe evidencia de que el beso sea universal entre los humanos o incluso cercano a universal. Solo el 46% de las culturas muestreadas en dicha investigación tenían al beso romántico entre su repertorio de ritos y costumbres.
Muchos rituales humanos se han ido modificando, pero el beso permanece prácticamente inalterado. Tuvo otros nombres y protocolos, pero prevalece. “La evolución no descarta cosas que funcionan y no arregla lo que no está roto”, aventura Lameira. Para que el beso cambie, algo en nuestra forma de vida también debería hacerlo. Y aun así, los humanos buscarían un sustituto. Sucedió durante la última pandemia, cuando besarse pasó a ser un vehículo para la enfermedad. “Solo lograremos no besarnos a base de miedo o de responsabilidad”, le dijo entonces el psiquiatra y psicoanalista Diego Figuera a Juan José Millás en un reportaje para EL PAÍS Semanal. En la incertidumbre de la covid-19, Figuera aventuró que el beso podría adquirir un significado nuevo. “Quienes en este tiempo se atrevan a besar, lo vivirán como algo de mucho amor al otro. Te beso y asumo que me puedes contagiar”, dijo. Y el beso sobrevivió.
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