Tras la desintegración de la URSS, el Kremlin no encontró una narrativa adecuada y Putin encontró el punto medio moviendo el mito fundacional de 1917 al fin de la contienda mundial: 1945 Leer Tras la desintegración de la URSS, el Kremlin no encontró una narrativa adecuada y Putin encontró el punto medio moviendo el mito fundacional de 1917 al fin de la contienda mundial: 1945 Leer
La gente se agolpa en la estación de Moscú para recibir a los soldados que, triunfantes, llegan del frente. Entre besos, abrazos y lágrimas de alegría, el soldado Stepan pronuncia encaramado un discurso conmovedor: «¡El corazón de cada soviético canta con fuerza la alegría de la victoria!». Veronika, con un ramo de flores apretado contra su pecho, se está secando las lágrimas tras descubrir que su amado no ha regresado en ese tren y que nunca lo hará, y alza la mirada hacia el orador, que sigue hablando: «Pasará el tiempo, las ciudades crecerán y nuestras heridas cicatrizarán algún día, pero permanecerá en nuestros corazones el odio feroz a la guerra… por eso tenemos que prometer que las novias no perderán a sus novios, las madres no volverán a temer por sus hijos, ni los padres volverán a llorar a escondidas».
La película, titulada en español Cuando vuelan las cigüeñas, se estrenó en la URSS en 1957, fue una de las primeras que vio en niño Vladimir Putin sobre la guerra de la que le hablaron sus padres, y retrata la crueldad y el daño causado a la psique soviética como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. El film acaba ahí, con una bandada de pájaros volviendo a casa y las últimas palabras de un discurso que aspira a no repetirse jamás: «No hemos ganado ni conservado la vida en nombre de la destrucción, sino de la creación de nueva vida».
Durante unos años en las conmemoraciones de la victoria en la URSS iba gente con pancartas portando la frase «simplemente que no haya guerra» o el lema antifascista «nunca más», referido al Holocausto y que hoy está inscrito en distintos idiomas en varios campos de concentración. Pero con el putinismo se acabó imponiendo un mensaje más duro en el que sobre todo el sujeto estaba claro: «Podemos repetirlo». Su origen es probablemente un grafiti dejado por un soldado soviético en el muro del Reichstag en 1945. Las pegatinas en los coches con la inscripción «Podemos hacerlo de nuevo» aparecieron poco antes del 9 de mayo de 2012, el primer Día de la Victoria que celebró Putin tras su regreso al Kremlin. Al año siguiente, consumó su giro ultraconservador de la mano de la Iglesia Ortodoxa y en 2014 se anexionó la península ucraniana de Crimea. Estaba haciéndolo de nuevo.
Putin acaba de cumplir un cuarto de siglo en el poder convertido en el gran destructor de vidas y ciudades ucranianas. Desde que lanzó a su ejército contra Ucrania por varios flancos en 2022, presenta la guerra como parte de una lucha con Occidente, que según él humilló a Rusia después de la caída del Muro de Berlín al invadir lo que él considera la esfera de influencia de Moscú. El director del centro de investigación sociológica Levada, Lev Gudkov, cree que el sentimiento de pertenencia a una gran potencia para un ruso moderno es «una compensación simbólica del sentimiento cotidiano de constante humillación del hombre común».
«La guerra de Putin, tanto contra Occidente en general como contra Ucrania en particular, es un intento de ‘corregir’ la historia, de forjar un presente en el que estas rupturas ya no definan el panorama histórico«, explica a este periódico el profesor y escritor ucraniano Anton Shejovtsov, autor de la teoría de Putin como un popadanets, una figura literaria exitosa en la Rusia contemporánea que consiste en que el héroe se topa con acontecimientos de otra época para enderezarlos. «Es una guerra de ‘historia alternativa’: una guerra para deshacer el triunfo de Occidente y borrar a Ucrania como nación distinta de Rusia».
Shejovtsov, autor del ensayo sobre ultraderecha Russia and the Western Far Right: Tango Noir, cree que en Rusia hay una «insatisfacción con el presente», no siempre ligada a la política, y Putin «ha usado esta incomodidad de la sociedad rusa para perpetrar su agenda basada en resentimiento».
Una muestra de hasta qué punto Rusia se encuentra a sí misma en sus guerras es que les pone su propio nombre. Al contrario que en el resto del mundo, la Segunda Guerra Mundial tuvo en la URSS y tiene todavía hoy en Rusia su propia denominación: Gran Guerra Patria. Si los herederos de la URSS celebrasen la victoria en la Segunda Guerra Mundial, estarían festejando una guerra que ellos mismos empezaron invadiendo Polonia conjuntamente con su aliado Adolf Hitler. El mismo equívoco ocurre actualmente con la invasión de Ucrania, que sólo en Rusia es denominada Operación Militar Especial. La Gran Guerra de cuando fueron invadidos es repetida como una no-guerra ahora que son ellos los invasores: llamarla guerra puede conllevar castigos, igual que no llamar gran guerra a la que acabó en 1945 conlleva reproche. Rusia fue el país más castigado por esa conflagración, y su papel en la derrota del nazismo fue crucial.
Tras la desintegración de la URSS, Rusia no encontró una narrativa adecuada respecto al pasado: renegar de lo soviético generaba un vacío inhóspito, y honrar la revolución era una amenaza para el régimen que había ocupado el lugar de los jerarcas soviéticos. Vladimir Putin encontró el punto medio, moviendo el mito fundacional del convulso 1917 a la victoria conjunta de 1945. Con esa narrativa «el pueblo ruso es el artífice de la victoria, y esa gesta demostraría su unidad; por el contrario, se rechaza el recuerdo de 1917 por divisivo y evocador de la guerra civil, pero también se lamenta el ‘error de Lenin’ de reconocer el derecho de autodeterminación de las nacionalidades», explica Xosé M. Núñez Seixas, autor de Volver a Stalingrado, uno de los libros en español que mejor desmenuza la digestión rusa de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy en Rusia quien prefiera celebrar la victoria, celebra de alguna manera la URSS; y quien quiera recordar la URSS lo hace en torno a la idea compartida de victoria. Como apuntó Ivan Kurilla, profesor de la Universidad Europea de San Petersburgo, el reconocimiento de los sacrificios familiares durante la guerra «es probablemente el único pegamento social» en Rusia.
El régimen soviético ya había jugado con este espejismo cuando, al cruzar la segunda mitad del siglo, vio como la utopía comunista seguía distante. La victoria de Stalin era la demostración de que el camino era el correcto, al margen de los pobres resultados del socialismo. Vladimir Putin pasó de niño a hombre durante el largo reinado de Leonid Brezhnev, el líder soviético del estancamiento que convirtió el 9 de mayo en fiesta nacional, una fecha que acabó brillando más que el recuerdo de la revolución.
Las películas que vio Putin y los hombres de su generación mostraban al nazismo como capitalismo sin máscara democrática. La propaganda de hoy muestra al régimen de Kiev como nazismo disfrazado de democracia, por lo que hay que suprimir tanto lo uno como la otra.
Historiadores y periodistas suelen sorprenderse de que haya rusos que consideren los años de la guerra como los más felices de su vida. Durante la Unión Soviética, un científico de Leningrado le dijo a The New York Times: «Entonces nos sentimos unidos con el Gobierno como nunca antes. No era su país, era nuestro país. El Gobierno no decía lo que tenía que suceder, lo decíamos nosotros. No era su guerra, sino nuestra guerra; era nuestro país lo que defendíamos». Antes de la Perestroika, la guerra fue a su manera la experiencia más democrática en la URSS. Los ciudadanos dejaron de ser elementos pasivos. No decidieron qué debía hacer el estado, sino que ellos mismos lo llevaron a cabo con sus propias manos anónimas. El sufrimiento individual se transformó en sufrimiento colectivo.
En las democracias los ciudadanos participan en la gestión de lo público mediante elecciones e impuestos. En Rusia, el Estado no se financia tanto con tributos como con los lejanos hidrocarburos, y todo el mundo es consciente de que las elecciones no sirven para cambiar al gobierno ni para hacerlo rectificar. En la URSS esta desconexión institucional era más aguda a no ser que se abrazase la ideología estatal. Pero hubo un momento de comunión máxima de la población con el estado: cuando mataron, murieron y sufrieron por su tierra. Y a la vez fue un instante de interconexión entre los rusos. Algunos autores han apuntado que dos terceras partes de las víctimas en el lado de la URSS eran rusos, una nacionalidad sobrerrepresentada porque eran poco más de la mitad de la población. En cambio, ahora en la invasión de Ucrania son las minorías del Cáucaso y de regiones cercanas a Asia Central las que están sobrerrepresentadas. Pero, aun así, Putin parece esperar que la guerra actual obre el milagro de unidad que sirvió para prolongar al régimen anterior.
«El 9 de mayo sirve para galvanizar ánimos y recordar la continuidad entre la Gran Guerra Patria y la de Ucrania, pero la sociedad rusa actual, en mi opinión, vive la guerra de Ucrania como una guerra distinta y distante», apunta Seixas. Sin embargo, la dictadura «se ha consolidado en el sentido de que no parece haber ya ninguna otra alternativa. La resignación es mucho mayor que cualquier entusiasmo eventual que se haya podido expresar», añade José María Faraldo, autor en 2022 de un ensayo urgente sobre la invasión titulado Sociedad Z: la Rusia de Vladimir Putin. En todo caso, «no parece que se haya desarrollado una gran lealtad por el líder, más allá del hecho de que la guerra impide mostrar elementos de disenso».
Como apunta desde el exilio el escritor Mijail Shishkin, autor de Mi Rusia. La guerra o la paz, «al vencedor no se le elige, la fuerza es la única legitimidad». Recuerda que «en la vida política de la patria sólo hay dos estaciones del año: orden y tumultos». Y ahora Rusia ocupa «un territorio en el que se ha detenido el tiempo histórico, el país no logra pasar del pasado al presente».
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