Sufrir obesidad es un factor de riesgo para desarrollar un sinfín de enfermedades: hipertensión, hipercolesterolemia, diabetes, fallos orgánicos, articulares, cardiacos… También para estar en paro. Según la encuesta Europea de la Salud, las tasas de obesidad en mujeres desempleadas en España son el doble (22%) que en activas (11%). La diferencia en hombres es algo menor: 16% frente a 20%.
El coste laboral y de salud de la obesidad, unida a una nueva familia de medicamentos que ayudan a controlarla, ha generado un debate económico y ético sobre cómo y con quién se deberían usar
Sufrir obesidad es un factor de riesgo para desarrollar un sinfín de enfermedades: hipertensión, hipercolesterolemia, diabetes, fallos orgánicos, articulares, cardiacos… También para estar en paro. Según la encuesta Europea de la Salud, las tasas de obesidad en mujeres desempleadas en España son el doble (22%) que en activas (11%). La diferencia en hombres es algo menor: 16% frente a 20%.
Esta doble vertiente, el coste laboral y sanitario que supone la obesidad, unidos al advenimiento de una familia de nuevos fármacos que han demostrado resultados que hasta ahora no se habían visto con ningún otro, ha llevado al Reino Unido a plantearse hasta qué punto estos medicamentos podrían ayudar a solucionar un problema de salud, pero también económico. El Gobierno británico, tanto a través de su primer ministro como del titular de Sanidad, planteó la semana pasada la posibilidad de recetarlos a personas obesas desempleadas, en el marco de un ensayo para comprobarlo.
Más allá de esta declaración de intenciones, que no está muy claro en qué terminará, Teresa Millán, directora de Asuntos Corporativos de Lilly (la empresa que comercializa Mounjaro, el fármaco que se utilizará para el estudio en el Reino Unido), matiza que el estudio Surmount-Real, del que se ha hablado mucho en los últimos días, “no está dirigido a personas desempleadas”, como se ha interpretado, “sino que estudiará una población representativa de adultos con obesidad”.
“Evaluará la eficacia en el mundo real de la tirzepatida [el principio activo de Mounjaro] en la pérdida de peso, la prevención de la diabetes y la prevención de las complicaciones relacionadas con la obesidad en adultos con esta enfermedad. Y también tendrá como objetivo recopilar datos sobre la utilización de los recursos sanitarios, la calidad de vida relacionada con la salud y los cambios en la situación laboral de los participantes y los días de baja laborales”, añade Millán.
El debate está sobre la mesa: ¿podrían estos fármacos mejorar el rendimiento o la inserción laboral?, ¿hasta qué punto es ético el planteamiento del Gobierno británico? No son baladíes cuando se habla de una condición que en España afecta casi al 16% de la población, el doble que en los años ochenta. Según la OCDE, en el país supone un 9,7% del gasto en salud y las bajas que causa equivalen a una merma de 479.000 trabajadores a tiempo completo cada año. Esto supuso en España alrededor de un 2,4% del PIB en 2019, según un estudio publicado en el British Medical Journal.
Para responder a estas preguntas, Néboa Zozaya, miembro de la asociación Economistas de la Salud y directora de Salud e Investigación de Políticas en el Instituto Max Weber, cree que en primer lugar hay que poner en contexto que la obesidad es “una enfermedad muy compleja”. Hasta hace unos años no estaba considerada como tal, sino como un factor de riesgo para desarrollar otras. Pero hoy, tanto la Organización Mundial de la Salud como las sociedades médicas la catalogan como enfermedad crónica. Y lo es porque cuando se llega a determinados niveles de grasa corporal, el metabolismo y la gestión que el cerebro hace del tejido adiposo y su conservación cambia para siempre. Aunque los malos hábitos puedan haber llevado a ella ―no siempre tiene por qué ser así―, los buenos no son suficientes ―aunque sí imprescindibles― para combatirla.
Tras estas aclaraciones, Zozaya cree que hacer más estudios que evalúen los efectos de los fármacos es positivo. “Todo lo que indague en el valor social del fármaco debe ser bienvenido. Puede ser para valorar el impacto de pérdida de peso, en términos de reinserción laboral, pero también de salud mental, fertilidad, relaciones sociales. Sabemos que las personas con obesidad también tienen mayores tasas de paro, en parte porque la sufren en mucha mayor medida en niveles socioeconómicos más bajos”, explica.
La relación entre obesidad y desempleo va en muchos sentidos. Está en el propio sustrato social, como subraya Zozaya, pero la obesidad también genera más bajas médicas y más dificultad para encontrar trabajo. Carmen Vázquez, de 40 años, explica que desde que cogió peso, la actitud de la gente con ella cambió. “Llegué a obesidad de grado 3, y noté que desde ese momento me llamaban menos en las entrevistas de trabajo”, asegura.
Lo que hacen los nuevos fármacos es eliminar el principal obstáculo con el que se enfrentan las personas con obesidad a la hora de perder peso, ya que quitan el hambre. Son los análogos del GLP-1 (Ozempic, Mounjaro, Wegovy), que imitan los efectos de un péptido que el intestino segrega al comer. Sus dos principales efectos son informar al cerebro de que se han ingerido alimentos, lo que provoca sensación de saciedad, y estimular la secreción de insulina en respuesta a un aumento de la glucosa en el páncreas. En personas con diabetes tipo 2 u obesidad, estos efectos pueden estar deteriorados, lo que los lleva a continuar comiendo a pesar de sentirse físicamente llenos.
En los ensayos clínicos han demostrado hasta un 25% de pérdidas de peso, equivalente a las cirugías bariátricas, pero deben ser acompañados de buenos hábitos (mucho más fáciles de aplicar con los fármacos). Pero se ha descrito efecto rebote en quienes los dejan: la mayoría de los pacientes recupera dos tercios del peso perdido, sobre todo en forma de grasa, por lo que es posible que quienes lo usen tengan que hacerlo de forma crónica.
Dudas éticas y morales
Andreea Ciudin, miembro de la Junta Directiva de la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO) y del comité ejecutivo de la Asociación Europea para el Estudio de la Obesidad, cree que el objetivo que ha planteado el Reino Unido (de reducir el paro y los costes asociados a la obesidad con fármacos) levanta muchas dudas éticas y morales. “¿Quiere decir que tengo que perder mi trabajo para tener un tratamiento? De entrada es muy injusto que no se financie un fármaco [en España no lo están para la obesidad] cuando tenemos una evidencia muy clara de que se trata de una enfermedad biológica”, reclama puntualizando que la evolución de estos fármacos va tan rápido que todavía es necesario seguir investigando para saber a qué tipo de pacientes les van mejor que a otros.
Pero incluso con ellos, facilitando su acceso a personas que de otra forma no se los podrían permitir, cree que la reinserción laboral no es tan sencilla: “Que una persona que haya estado en paro durante mucho tiempo vuelva a trabajar no depende solo de si pierde peso y mejore su calidad de vida, sino de si ha perdido habilidades, si en la entrevista valoran de forma negativa este periodo de pausa en la actividad laboral…”.
Más crítico es el catedrático en Farmacología Joan Ramón Laporte, que en su último libro ―Crónica de una sociedad intoxicada, de la editorial Península― hace una enmienda a la totalidad a la efectividad y la necesidad de estos fármacos (en la que sería demasiado prolijo entrar aquí): “¿Se pretende tratar la obesidad de los desempleados porque esta era la causa de su desempleo y una vez hayan perdido peso van a poder volver a trabajar? ¿O se pretende tratar su obesidad porque el desempleo engorda? La obesidad se concentra en los pobres, es como si se quisiera tratar la pobreza con fármacos. O no he entendido nada, o es surrealista”.
Juan José Rodríguez Sendín,miembro del grupo Bioética de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG), califica la propuesta de primer ministro británico de “grosera” y también le genera muchas dudas éticas. “Habría que estudiar no solo el dinero que se puede ahorrar, sino también el que se gasta [en España, el tratamiento con Mounjaro cuesta al paciente 271 euros al mes]”.
En opinión de Sendín, en un primer momento lo más probable es que los que participen en el ensayo mejoren su salud y sus perspectivas laborales a corto plazo. “El medicamento puede funcionar, pero no es definitivo. Llama la atención que no se preocupen tanto por la prevención: un control estricto de la venta de comida basura, de bebidas altas en azúcar muy consumidas por los niños. Que todo lo que condiciona la obesidad no se toque para nada, y se centren en un tratamiento mecánico que no garantiza resultados definitivos, con un altísimo coste para mayor gloria de las farmacéuticas que los venden”.
Por estas razones, Gisela Isabel Fernández Rivas Plata, investigadora del Observatorio de Bioética de la Universidad de Barcelona, cree que las medidas que se tomen en el futuro con estos fármacos, a quién se apliquen y cómo se financien, tienen que estar “sujetas a un estricto estudio de costes y beneficios”, no solo económicos, sino también en salud a largo plazo.
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