El término lo habrán leído ya en demasiados lugares. No hay crítica ni alerta que no amague con recurrir a este diagnóstico exagerado: nazis. En todas partes. En Twitter, en el Parlamento Europeo, en los suburbios de Detroit y hasta en Dos Hermanas, si miramos bien. Cualquier rasgo iliberal, todas las pulsiones ultras o incluso ciertos ademanes vehementes tienen que ser inmediatamente anatemizados con un término desgastado por el uso y la inflación semántica. Decir “nazi” no es decir nada; es tirar de la última palabra del cajón, la más sonora, la más intimidante, a la que algunos recurren para dar una voz de alarma que cada vez resulta más imprecisa e inverosímil. Y esto, por cierto, también es desinformación.
El nazismo fue un fenómeno tan excepcional en su perversidad que nombrarlo en vano debería ser pecado
El término lo habrán leído ya en demasiados lugares. No hay crítica ni alerta que no amague con recurrir a este diagnóstico exagerado: nazis. En todas partes. En Twitter, en el Parlamento Europeo, en los suburbios de Detroit y hasta en Dos Hermanas, si miramos bien. Cualquier rasgo iliberal, todas las pulsiones ultras o incluso ciertos ademanes vehementes tienen que ser inmediatamente anatemizados con un término desgastado por el uso y la inflación semántica. Decir “nazi” no es decir nada; es tirar de la última palabra del cajón, la más sonora, la más intimidante, a la que algunos recurren para dar una voz de alarma que cada vez resulta más imprecisa e inverosímil. Y esto, por cierto, también es desinformación.
El nazismo fue un fenómeno tan excepcional en su perversidad que nombrarlo en vano debería ser pecado. Intentar asimilar formas políticas que nos repugnan al atroz totalitarismo hitleriano no es más que una prueba de nuestra pobreza intelectual y de una indigencia verbal. Los fenómenos iliberales que amenazan nuestra convivencia —también desde la izquierda— son infinitamente más complejos que la caricatura diabolizante que algunos intentan trazar.
La exageración es una forma agravada de simplificación, muy próxima a la mentira. Pero siempre es una tentación. En España, hubo quien se arrancó a llamar “falangito” a Albert Rivera y se inauguró una nueva manera de manejar el lenguaje político, además de una absurda asimetría: “con Rivera no”, gritaron los mismos que, con el tiempo, pensaron que con Mertxe Aizpurua sí. Pero seamos francos: detrás de cada hipérbole no hay intención alguna de describir la realidad.
Trump, Meloni, Orbán o Milei despliegan políticas inequívocamente preocupantes, pero no son nazis. La democracia liberal enfrenta muchos desafíos y desafortunadamente olvida que gran parte del problema le pertenece. Las élites académicas y mediáticas están demostrando una total incapacidad para diagnosticar fenómenos complejos, y el desacople entre la opinión pública y la conversación oficial cada vez se hace más evidente sin que exista el menor atisbo de autocrítica. Alexis de Tocqueville dijo que un mundo nuevo necesitaba una ciencia política nueva, pero la tradición democrática está evidenciando una injustificable pereza e impotencia. Hay quien cree que puede explicar lo que nos ocurre sirviéndose de categorías de los años treinta del siglo pasado, pero el ciudadano medio ya hace mucho que está en la siguiente pantalla. En el fondo, es normal que no nos crean.
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