O la derecha o el caos

Carlos Mazón nombra al teniente general Francisco José Gan Pampols como vicepresidente de la Generalitat valenciana para la Recuperación, un militar retirado con una abultada hoja de servicios en misiones internacionales que ya ha declarado que su labor no tendrá “que ver con la política”, salvo si obviamos que su primer cometido, más allá de sus deseos, es servir de parapeto a un mandatario en la cuerda floja tras su ruinosa gestión de la dana.

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 La precarización de la política sigue caminos parecidos al modo en que el neoliberalismo beneficia a los intereses empresariales  

Carlos Mazón nombra al teniente general Francisco José Gan Pampols como vicepresidente de la Generalitat valenciana para la Recuperación, un militar retirado con una abultada hoja de servicios en misiones internacionales que ya ha declarado que su labor no tendrá “que ver con la política”, salvo si obviamos que su primer cometido, más allá de sus deseos, es servir de parapeto a un mandatario en la cuerda floja tras su ruinosa gestión de la dana.

Por sus críticas en privado al cierre de la Universidad de Valencia la mañana del 29 de octubre, por su ausencia mientras comía en las horas clave para anticiparse a la catástrofe, por una jovial llamada al alcalde de Cullera a las seis y media, podemos afirmar que Mazón minusvaloró el peligro, a pesar de la información precisa y constante por parte de la Aemet y otros organismos.

Como esta irresponsabilidad fatídica ha sido imposible de ocultar, el PP optó desde el primer momento por extender el barro. Alberto Núñez Feijóo sembró dudas sobre la Agencia meteorológica, para después elevar al corazón de la UE la campaña de deslegitimación contra Teresa Ribera. Más que intentar salvar a Mazón, lo que se ha pretendido es ensuciar a todos. Si la desconfianza es compartida, la culpa se diluye.

Por eso, en este contexto el nombramiento de Gan Pampols tiene un subtexto inquietante: el de que sólo alguien ajeno a la política puede poner orden. A este militar se le suponen conocimientos sobrados en labores de intendencia, como, a su manera, se le pueden suponer a un científico o a un empresario. La cuestión no es valorar la pericia, sino que esa habilidad, en lo público, debe responder siempre ante las órdenes del Ejecutivo y el control del Legislativo. Tras la tecnocracia siempre late el autoritarismo.

La desafección a la política, que en este último CIS continúa en niveles máximos, procede en parte de las intoxicaciones del populismo ultra, pero, a no ser que queramos otorgar a la extrema derecha una capacidad omnímoda de manipulación, habremos de deducir que las maniobras del PP para que el resto también pague la factura de El Ventorro contribuyen de manera decidida al descrédito general.

Esta precarización de la política sigue caminos parecidos al modo en que el neoliberalismo beneficia a los intereses empresariales. Para que Madrid, por ejemplo, sea la comunidad con mayor número de estudiantes de pago y seguros sanitarios privados ha sido necesario un proceso precedente de dos décadas, donde los gobiernos autonómicos del PP han financiado por debajo de sus necesidades a lo público. O cómo el encargado de cuidar lo de todos lo rompe progresivamente, con el objetivo de privilegiar cuentas de resultados y una visión individualista y competitiva de la sociedad.

Las derechas ahora aplican el mismo proceso a las instituciones, degradándolas para buscar luego una solución fuera. Donald Trump ha situado a Elon Musk, el millonario encargado de impulsarlo con su red social para los bulos y el incendio, al frente del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental, una oficina que servirá no sólo para recortar aquellas facetas sociales del Estado dirigiéndolas hacia los negocios, sino también como ariete de represalias contra los altos funcionarios no afines.

Esta crisis de ciclo largo, que empezó afectando a la economía con la Gran Recesión, pasó rápidamente a convertirse en una crisis de legitimidad generalizada. Aquellos años del descontento también contaron con su pulsión populista, y no fue raro ver listas donde se colocaba al divulgador Eduard Punset o al humanista José Luis Sampedro como parte de un anhelado Gobierno de los mejores. Era pueril pero significativo. Hoy, lo mismo, en esas listas se incluirían personalidades como Iker Jiménez y su troupe de embusteros.

Iñaki Gabilondo pronunció el 15 de septiembre de 2008 un oportuno editorial donde explicó los motivos de la espiral de la que han surgido los monstruos. Aquel fue el día en que quebró Lehman Brothers, el día en que eclosionó esta época mentirosa y despiadada: “El gran globo financiero se ha pinchado. Un poder sin control democrático alguno ahora pide socorro al dinero público para salvarse. Se sienten en apuros, pero no perciben el más mínimo reproche social. Todo se detiene en el plano político nacional, cada país dispone, como chivos expiatorios, de sus gobiernos. Cada día es más claro que la democracia es sólo la apariencia del poder, con poquísimos márgenes de maniobra, un rompeolas en el que revientan las iras ciudadanas. Muy por encima, impune e inmune, se mueve el verdadero poder, irresponsablemente. ¿Aprenderemos algo? No es probable”.

Entonces, como ahora, hubo políticos que estuvieron en su sitio, al lado del interés general, mientras que otros transigieron con una agenda al servicio de ese “verdadero poder” del sistema financiero. Quien resultó herida, a la larga, fue la democracia. La estrategia de Mazón, más allá, de todo el Partido Popular, recuerda a la mítica portada de Hermano Lobo, donde un orador grita a la multitud “O nosotros o el caos”. La audiencia se decanta por el caos y el político responde: “Es igual, también somos nosotros”.

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