Operación de salvamento de Buckingham: soltar el lastre de Andrés para evitar males mayores a la tocada imagen de Carlos III

El 43% de los británicos creía que la familia real estaba gestionando mal la crisis desde el estallido del ‘caso Epstein’ Leer El 43% de los británicos creía que la familia real estaba gestionando mal la crisis desde el estallido del ‘caso Epstein’ Leer  

Ninguna Monarquía en el mundo está tan sometida al rigor del escrutinio constante de la demoscopia como la británica. En el Reino Unido, las empresas que miden la temperatura de la opinión pública respecto al apoyo y la popularidad de sus instituciones realizan estudios de una periodicidad endiablada a modo aliento que no pueden dejar de sentir los Windsor en su cogote. Pareciera un contrasentido que la Corona, por definición un órgano de luces largas que no debiera tomar mucho en cuenta las urgencias de lo inmediato, se preocupe por las encuestas, como hacen los partidos en pura lógica electoral. Y, sin embargo, en las últimas semanas en Buckingham pesaban como una losa datos como los del último estudio de Ipsos que concluía que hasta el 43% de los británicos consideraba que la familia real había manejado mal la situación con Andrés desde que se hicieron las primeras acusaciones en su contra por el escándalo de abusos sexuales, frente a apenas el 23% de los ciudadanos a los que sí había convencido su proceder.

Esta misma semana, durante una visita a la catedral de Lichfield (Inglaterra), mientras era saludado por una pequeña multitud de vecinos, Carlos III se vio sorprendido por los gritos de algunos manifestantes que le arrojaron preguntas tan inquisitoriales como «¿Desde cuándo sabías lo de Andrés y Epstein?» o «¿le has pedido a la policía que encubra a Andrés?». Con flema, el monarca hizo oídos sordos. Pero las imágenes dejaban ver la sensación de angustia ante unos interrogantes que le hacían copartícipe a él del mayor escándalo en la Monarquía británica de la última década.

Los desabridos gritos señalaban al rey, a bocajarro, por la falta de diligencia para actuar contra su hermano, a pesar del daño tan grande que ha hecho a la imagen y la credibilidad de la institución. Eso que tan bien detectan las encuestas. Y que recogen también otros datos como el de que hoy sólo el 51% de los británicos consideren «muy importante» o «importante» que el Reino Unido mantenga la Monarquía como forma política. No es que el Trono esté en riesgo. Ni mucho menos. Casi el 80% de los ciudadanos no cree posible un cambio de sistema hoy por hoy. Y la proporción de quienes respaldan a la Corona es muy superior a la de quienes se declara republicano, casi siempre por debajo del 20%. Pero el desapego creciente hacia lo que la Monarquía representa, especialmente entre los jóvenes, es una señal de alerta. Y en el equipo de Carlos III, un soberano hiperactivo que está realizando notables esfuerzos por engrandecer su papel tanto dentro como fuera del país, incluso a costa de su salud, se manejan demasiadas evidencias de que era imposible regenerar la imagen de la centenaria Corona mientras desde Palacio se siguiera actuando con tibieza con Andrés.

Y, como no puede ser de otro modo, aquí de lo que se trata ahora es de salvar el bien supremo: la Corona. Como en tantas ocasiones. No en vano, estamos ante una institución que ha dado muestras de resiliencia y que ha sorteado un sinfín de escándalos sólo en los tiempos modernos, de los que se ha sabido recuperar con éxito. Lo que probablemente estaban esperando la mayoría de los británicos era el golpe en la mesa que el monarca no se atrevía a dar. Porque la decisión de privar a su hermano del título de príncipe es tan dolorosa en lo personal como delicada y demoledora en términos dinásticos. La falta de precedentes no nos sitúa sólo ante la dimensión histórica del hecho, sino también ante lo delicado de la cuestión.

La dinastía Windsor -el apellido sustituyó al alemán Sajonia-Coburgo-Götha en 1917 por otra imprescindible decisión de Jorge V que de ese modo desvinculó a su sangre de la Alemania enemiga durante la Gran Guerra-, se rige hoy en lo que respecta al derecho a la dignidad principesca de sus miembros por la Patente Real de 1917 que estipula que todo hijo del soberano ostenta desde su nacimiento el título de príncipe o princesa, junto con el tratamiento de Alteza Real. La misma Letters patent establece que los hijos de los hijos del monarca tienen derecho al mismo tratamiento, aunque puede haber excepciones. Por ejemplo, Eugenia y Beatriz, hijas del ahora defenestrado Andrés, son princesas desde su nacimiento, mientras que los descendientes de Ana y Eduardo -hermanos también de Carlos III- nunca han tenido tal dignidad, por decisión voluntaria de sus progenitores.

La retirada a Andrés es fruto del ejercicio de una prerrogativa del soberano, que, tal como se informó ayer, emitió una orden real al Lord Canciller, David Lammy, para revocar formalmente el título de príncipe a su hermano y eliminarlo del Registro de la Nobleza. No se puede pasar por alto la trascendencia que tiene este movimiento para el futuro de la dinastía. El listón de la ejemplaridad va a ser de ahora en adelante más determinante para mantenerse como integrante de la familia real -aun sin ser miembro activo como ya era el caso de Andrés- que el derecho de sangre. Algo que abre inevitables escenarios de incertidumbre en la Monarquía.

Ya en 1917 se aprobó en el Reino Unido el Acta de Privación de Títulos que, entonces, sirvió a Jorge V para despojar de sus títulos a varios lores que habían colaborado con las potencias enemigas, Alemania y Austria. Pero naturalmente lo de ahora tiene una significación muy superior.

No en vano, Andrés Mountbatten Windsor -los descendientes de Isabel II ya llevan como primer apellido el del marido de la reina, Felipe de Edimburgo, algo que restituyó su orgullo tras aquella célebre queja de que era «el único hombre en el país al que no se permite dar su nombre a sus hijos; no soy más que una jodida ameba»- sigue ocupando el octavo puesto en la línea de sucesión al Trono de Londres. La pérdida de esa condición sólo podría hacerse por ley. Y no bastaría con que así lo aprobara el Parlamento de Westminster, sino que habrían de aprobarlo también las Cortes de las otras 14 naciones en las que el monarca británico es jefe de Estado, como Australia o Canadá.

Ayer mismo, el premier Keir Starmer dejó claro que el asunto no está en la agenda de su Gobierno. Menudo lío, le faltó decir.

A la inevitable defenestración de Andrés, se sumaba en el comunicado de Carlos y Camila el jueves el subrayado para expresar «solidaridad con las víctimas y supervivientes de cualquier forma de abuso«. Las Monarquías parlamentarias hoy, bien lo sabemos sin ir más lejos en España, fían su supervivencia, no sólo al ejercicio correcto de sus funciones constitucionales, sino a una conducta íntegra y de empatía con la ciudadanía hasta extremos impensables hasta tiempos bien recientes. En Buckingham ya nadie duda de que la Monarquía es ejemplar o no será.

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